A manera de efeméride científica, a medio siglo de distancia, cuando acabamos de recordar el inicio de la enorme aventura que significó colocar a 12 hombres sobre la superficie lunar, les comparto una parte de cómo me fui vinculando con esa experiencia.
A partir del 4 de octubre de 1957, durante varias noches, intenté infructuosamente junto con mi padre ver pasar por el cielo nocturno al Sputnik 1, era la primera luna artificial con la que los soviéticos habían dado inició a la “conquista del espacio”.
Desde entonces, mi pasión por involucrarme en tan novedosa ciencia me llevó a protagonizar algunas acciones, la primera fue bautizar a nuestro perro Gran danés, al que llamé Sputnik, luego me propuse fundar varias organizaciones juveniles de “coheteros científicos”, coleccioné revistas, periódicos y libros especializados, que terminaron por abarrotar la parte que me correspondía en nuestra casona familiar. Aún conservo cientos de publicaciones que fueron dando cuenta de cómo se narraba esta historia. Cuando comenzó la carrera por llegar a la luna, me apliqué para asistir a Cabo Kennedy en la Florida, el puerto espacial más cercano, ahí presencié el lanzamiento de tres de los seis vuelos espaciales que terminaron en la superficie lunar. Por allá, después de una conferencia de prensa con David Randolph Scott, el astronauta substituto de la misión Apolo 12, lo abordé para tratar de hacerle plática, después de narrarle “la importancia de nuestro trabajo en México” él, muy comprensivo y amable, me regaló una réplica de la placa que hacía muy poco sus colegas del Apolo 11 habían dejado en la luna. En 1985 cuando se abrió un concurso para viajar al espacio en el transbordador Atlantis, que llevaría en su cajuela el muy mexicano satélite de comunicación Morelos, no pude evitar inscribirme, claro que el asiento me lo ganó un tal Neri Vela.
Pero una historia más detallada la escribí justo cuando habían pasado 40 años del último de aquellos viajes en dirección a nuestro satélite natural, el Apolo 17... Es mi visión personal y pasional de lo que viví en el puerto espacial cuando lanzaron la nave, así que ahí va de nuevo, para recordar los 50 años del arribo de Armstrong y Aldrin al Mar de la Tranquilidad.
A CUATRO DÉCADAS
DE LA GRAN LLAMARADA
Estaba profundamente emocionado, tenía en mi mente aquel gran momento del imaginario literario de Ray Bradbury quien en el primer capítulo de sus célebres “Crónicas Marcianas”, narraba a la perfección el suceso… "el gran cohete salía rumbo a Marte haciendo de la noche invernal de Ohio, un cálido ambiente que iluminaba todo con sus rosadas nubes de fuego”.
Esas estupendas crónicas fueron escritas justo en el año de mi nacimiento, y para mi fortuna, las conocía perfectamente porque habían sido parte de las lecturas que mi padre, animosamente, nos regalaba durante las cenas familiares, la pausada descripción con la que noche a noche nos introducía en aquellas historias, era todo un viaje hacia los mágicos y reflexivos mundos del gran Bradbury.
FRENTE AL HUMEANTE COLOSO
Imagen: Especial.
Y ahí estábamos aquella noche de diciembre, esperando en la gran explanada del cabo, con la mirada fija en el enorme Complejo #39-A, que albergaba un muy iluminado, largo y blanco cilindro ya cercano a su gran momento.
Envuelto por la brisa de mar, teníamos frente a nosotros un enorme reloj digital que dilucidaba ininterrumpidamente su cuenta descendiente. El suceso lo compartía con algunos de mis buenos amigos del SUCE, nuestra Sociedad Universitaria de Cohetes Experimentales, una agrupación con la que pretendíamos explorar con cohetes las alturas atmosféricas y que había fundado varios años atrás con mi amigo Ronald López.
Después de varios meses, logré convencer a 8 de mis escépticos compañeros, con la finalidad de hacer hasta lo imposible para estar presentes en la gran aventura, se trataba del lanzamiento del último viaje tripulado a la luna, a bordo del Apolo 17. Cada uno a su manera resolvió cómo costear los gastos de su viaje. Durante meses me había dedicado a tocar una roja batería, que la anterior Navidad me habían regalado mis padres, y como mi grupo “El No Name Jazz” tenía cierto éxito en el Dennys de San Ángel, no me fue difícil recaudar mi parte para la expedición. Pero en realidad, el verdadero problema, más allá de adquirir los pasajes, consistía en obtener la exclusiva visa de periodista, cuestión fundamental para ingresar al “Side Press”, un sitio inigualable desde donde podríamos presenciar, lo más cerca posible, el lanzamiento del Saturno V, un majestuoso cohete de 110 metros de altura que hasta entonces era la más grande máquina jamás construida por el hombre.
Y ahí estaba el humeante misil a punto de conducir al sistema Apolo con sus 3 astronautas a bordo, en su viaje sin escalas al monte Tauro, justo en la frontera entre los mares de la Serenidad y la Tranquilidad, allá en la lejana Selene.
Recuerdo cómo mi amigo Fernando Wagner logró convencer a su padre, el gran director de teatro, para que a su vez le pidiera a su amigo Jacobo Zabludowsky, intercediera por nosotros ante Telesistema Mexicano, ellos fácilmente podrían darnos la acreditación necesaria con la que “cubriríamos” la misión AS 512. Fue así, con tan efectivo apoyo, como resolvimos el acceso para nosotros dos.
La credencialización de los demás compañeros la logramos conseguir después de hacer otras mil maromas, insistimos a varias revistas y periódicos para que nos reconocieran como sus jóvenes reporteros, en el supuesto, claro estaba, de que cada quien asumiría sus propios gastos. Y así, finalmente, nos encontramos ahí, pisando las arenosas playas de Cabo Kennedy con nuestra valiosa acreditación al cuello.
Como no había ni un cuarto de hotel disponible, ni tampoco dinero para pagar los enormes precios que imponía la demanda, debido a la histórica situación, decidimos invadir una casa que se encontraba abandonada en las cercanas playas de Cocoa Beach. Las ventanas sin vidrios nos hacían sentir la fría brisa nocturnal, pero sorteamos la situación calentándonos con el fuego que obtuvimos al incinerar, en una chimenea destruida, la abundante propaganda espacial con la que las empresas contratistas de la NASA nos había atiborrado, a la hora de registrarnos. A media noche, sorprendida, llegó a inspeccionar el sitio la policía local, después de checar nuestra mágica acreditación de “periodistas”, muy amables, los agentes decidieron quedarse en los alrededores para velar nuestro sueño.
El clima era perfecto esa noche del 7 de diciembre del año 1972, hacía poco viento y casi nada de neblina, ¡qué más podíamos pedir!, teníamos ante nosotros la increíble imagen de la humeante nave. Nuestra tensión aumentaba a medida que el inmenso reloj continuaba con su angustiosa cuenta descendiente, sabíamos perfecto que si se detenía, significaría la posible suspensión del vuelo, cuestión relativamente frecuente. De pronto, justo a treinta segundos del despegue, un fallo en el sistema de presurización de la tercera etapa, casi nos paralizó el corazón… la cancelación de la misión parecía inminente y ahí, con los nervios al máximo, tuvimos que esperar otras tres horas para que la cuenta reanudara su camino en dirección al significativo cero.
Es muy difícil describir con palabras la cantidad de sensaciones que ahí estábamos viviendo. Yo conocía muy bien el lugar porque, varios meses atrás, había estado ahí mismo cuando, también como “periodista”, me había logrado colar para presenciar, desde ese mismo sitio privilegiado reservado para la prensa VIP, el inicio de las misiones del Apolo 12 y del 14. Pero ahora, la circunstancia no podía ser mejor ya que “la ventana” para poder arribar a la luna, obligaba a que el despegue fuera, por primera vez en la historia de todos los vuelos tripulados, una misión que se iniciara al cobijo de la noche. Y tal coincidencia era justamente lo que hacía que el momento se asemejara mucho a lo que 22 años atrás había imaginado mi admirado escritor. Por ello, a manera de preciado amuleto, llevaba en mi mochila el libro de las fabulosas crónicas donde Ray se había anticipado al gran momento… y la historia estaba a punto de comenzar.
DIVULGAR LA CIENCIA
Esto que hoy describo, exactamente a 40 años de distancia, podría ya no parecer tan emocionante, la modernidad mediática actual que masifica todo, ahora sufre mucho para encontrar con qué lograr el asombro de su exigente público, se busca la atención de las mayorías con materiales cargados de sensacionalismo y nota roja, y esta deformación de los productores de contenidos se convirtió en una especie de obsesión, que incluso ha logrado colarse hasta en algunas de las más prestigiadas cadenas de televisión documental. Pienso que con esas nuevas formas, pensadas más para ganar público que para informar y educar, muchas de las antes prestigiadas editoriales televisivas que atendían esos públicos, han ido perdiendo el derecho de llamarse “divulgadores científicos”.
UNA NECESARIA COMPARACIÓN.
Quizá a quienes no conozcan el centro espacial de Cabo Kennedy, les pueda resultar difícil imaginar lo que ahí se puede sentir durante un lanzamiento, para tratar de comunicar la experiencia que entonces vivimos, propongo este ejercicio comparativo.
Imaginen que en una noche clara, están parados en la Ciudad de México por ahí en Reforma, a la altura del Monumento a la Revolución, ahora dirijan su mirada hacia la Torre Latinoamericana a la que le salen vapores por las ventanas y está muy iluminada, supongan que se encuentra solitaria entre la bruma de un mar con un fondo muy obscuro... de pronto, se escucha en los magnavoces el final de la cuenta regresiva... 3,2,1, CERO... ¡encendido!, y se comienza a elevar la gran mole... lentamente va dejando tras de sí una larga cola de fuego, tan grande que al llegar a los 600 metros de altura, aún sus llamas tocan el suelo… y la inmensa y sinuosa columna de flamas ardientes, poco a poco se va convirtiendo en una gruesa línea de humo blanco/negruzco, resultado de la voluminosa combustión de los más de 3 y medio millones de litros de combustible que tiene adentro, necesarios para producir el empuje que pondrá en órbita al sistema...
Cuando, estupefacto en el cabo, miraba la escena imaginé perfecto las rosadas e intensas nubes tan bien descritas por Ray Bradbury.
La torre/cohete sube y sube, cuando de pronto nos comienza a llegar un suave calor mezclado con el fuerte sonido producido por el enorme mechero, es tan grave y oscilante que nos hace sentir a todos una impresionante y estremecedora vibración en la ropa y en la piel ... así fue como vivimos el estrujante momento en el puerto espacial.
Cuentan que la luz del gran soplete cósmico se vio más allá de La Habana, en nuestra comparación chilanga se alcanzaría a ver el ascenso de nuestra Torre Latinoamericana, con su brillante caudal, desde Cuernavaca, Toluca o Puebla.
En la fotografía que les comparto, se muestra el imborrable momento tal y como lo describió tiempo atrás Ray Bradbury, la noche se convirtió de pronto en un fugaz amanecer anaranjado, emotivo e inolvidable.
TODO ES NEGOCIO
Regresé varias veces a un nuevo Cabo Kennedy ahora plagado de sorprendentes instalaciones, hoy ahí se mezclan los grandes y modernos edificios que contienen los más impresionantes avances tecnológicos, con la inevitable “disneylandización” que comercializa todo. El antes secreto, infranqueable y enigmático centro de investigación espacial, ya es ahora una gran instalación de diversión, desde luego muy rentable. Pero, a pesar de ello, considero que es un sitio muy recomendable para todos aquellos interesados en introducirse de manera muy lúdica en el conocimiento de las investigaciones cósmicas.
Aunque inevitablemente aún me sigo asombrando de los tantos logros científicos que produce el imperio, nunca he vuelto a vivir una experiencia tan extraordinaria como la de aquella noche del 7 de diciembre de 1972, justo hace 40 años, y claro está, en medio de una enorme nostalgia, quise compartir con ustedes mi añeja historia espacial.
Joaquín Berruecos
Tlalpan CDMX
20 de julio del 2019
Introducción escrita para recordar la primera invasión humana en la luna... hace 50 años.