Desde la aparición de los primeros grupos humanos, nuestros ancestros fijaron su atención en los cuerpos celestes. El Sol, la Luna, las estrellas y otros objetos del cielo llamaron profundamente la atención de los hombres debido a su brillo y a sus movimientos regulares: el día, la noche y las fases de la Luna constituían un reloj natural que marcaba el ritmo de sus actividades.